A veces soy Yulissa, otras
Yuyunis y en el mejor de los casos Yubitza; una vez fui Judith e incluso he llegado a ser
Clarissa. Todo depende de qué tan aguzado tenga el oído quien pregunte por mi
nombre, pues, solo llego
a ser Yubinza con el tiempo, cuando me conocen, cuando deletreo con pesar cada
una de las letras que componen aquel sello yugoslavo que me ha traído tantos percances
durante mi vida. Y lo cierto es que de
yugoslava no tengo nada. Lo que sí tengo, y mucho, es metal en mis dientes, una
estatura que no supera el metro sesenta y
veintiún otoños como este, de sol intermitente y de frío constante.
Me gusta dibujar a medias, escribir a medias y
tocar instrumentos a medias.
Soy todos mis “a
medias”: lo que dejo inconcluso y los proyectos que no empiezo.
Soy mis jaquecas y dolores hormonales.
Soy la del nombre raro,
que escucha música rara y se viste raro.
Yubinza
Urrutia Cayupi es el trabalenguas con el que mis padres me bautizaron, mezcla
española, mapuche y sólo en teoría, yugoslava. A veces me pregunto si mi
vida sería más sencilla si solo me llamara María, pero luego pienso en el reconocimiento y distinción involuntaria
con los que me ha tocado convivir y eso
me consuela: saber que si alguien grita mi nombre en el metro, solo yo me daré
vuelta a mirar.
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Ps1: Esto lo escribí en composición literaria, lo más probable que el año 2011.
Ps2: No recordaba haber escrito esto, aunque últimamente no recuerdo muchas cosas.
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